miércoles, 30 de mayo de 2012

La Primavera Mexicana tarde, pero llega.



"Francisco piensa que si fuese animal, sería una águila, tiene un vuelo bellísimo..."

Francisco,  quien no soporta que le llamen "Pancho", vino de traje gris rayado y
 camisa blanca  a la oficina. Se recortó la barba, lustró los zapatos viejos hasta
sacarle un brillo único, hizo el nudo perfecto en su corbata. Jamás sus lentes
habían tenido tanto mate, o al menos, nunca se habían notado tan limpios,
el armazón refleja el rostro de cualquiera al mirarle los ojos, la lente pulcra,
calcetines largos de seda negra y una mirada traviesa en el escote de la recepcionista.
En el pecho escuda su nombre y su cargo con letras doradas,
 una fotografía microcósmica del lado derecho. En la mano trae un café
matte de starbuks que apenas escupe un hilo de vapor por la boquilla
Ese vaso sólo puede ser de plaza Universidad. En su mano izquierda carga
            un swatch modesto, limpio y bonito, en la mano derecha una cadena de oro tan

ligera como el fijador en su cabello. El cinturón atraviesa los últimos
tres orificios en cuero negro. Saluda sonriente mientras absorbe del
café con miedo a quemarse. Son doce minutos para las nueve,
 se ve fresco, como si toda la noche la hubiese ocupado
con la mujer del jefe en su cama. Huevos rancheros, pan tostado o jugo de naranja
pusieron a Francisco de ese humor. Pero “Pancho” no es más que un buen empleado
que no conoce de mujeres, duerme y despierta solo, saliendo de
este encierro se va a la jaula de videojuegos a amargarse, con
Hermes, su perro.
A veces hace bromas, sin veneno. Pasa al baño y se lava los dientes
con un juego dental que le regaló su madre, de su portafolio saca
una toalla pequeña y la estruje por toda su boca, asilando la menta.
Es un día sin mucha pasión, hay muy pocas cosas en el aire, el trabajo de
siempre, las miradas irritadas de sus compañeros a la par de la sonrisa fingida,
llena de bilé y galleta dietéticas. Francisco se siente bien, recoge del escritorio
el periódico de hoy, lo desdobla y busca buenas noticias. Se siente un ratón en
una madriguera, sale de su casa para atrincherarse en una oficina enorme que apesta
a comida guardada en los cajones, a perfumes caros con hojas de papel nuevas, huele
a miedo, a envidia, huele muchas cosas, huele a esperanza, el olor más ácido y pútrido
que llega por las ventanas. Piensa en nada, cierra los ojos y escucha su rededor, un
silbidito, un beso, un grito, confunde las risas con los llantos. El silbido proviene
de la mampara 18 quien invita a su compañero de a lado una dona de krispy cream por
debajo del escritorio; lo huele, lo excita, el aire fresco entra por su espalda y se
 coloca en las costillas, ha estado sudando y la camisa se le ha quedado adherida al
cuerpo, ligeramente.
El beso sale de la oficina de su jefe quién seguramente ha tenido sexo oral durante
los últimos quince minutos; esta vez puede ser Ximena, Lourdes, María,
Denise, qué más da. Julio la cagó otra vez, se pierde dinero, perdemos clientes,
se pierde lo más importante:  credibilidad. Julio prefiere cagarla  que 
darle gusto a su jefe, le dijo una vez a francisco mientras bebían.
Sucede que hoy ha pasado  lo mismo de siempre. Francisco escucha el
sonido del aire golpeando con una vara. Afuera, Veronica llora despacio, con una
 mirada clavada en el suelo, las lágrimas le llegan a las pómulos, en su mano trae un
pañuelo y lo aprieta con fuerza mientras se calma, respira y llora de nuevo.
Esa mañana se habrá enterado que está embarazada. Las razones de llorar
de esa manera, es asunto que no le interesa saber a Francisco, lo escucha,
lo hace suyo, lo vuelve el momento en que la hora pesa, en que el sol fastidia
y la corbata estorba. Francisco piensa que si fuese animal, sería una águila,
tiene un vuelo bellísimo, se acerca a la ventana y mira ocho pisos abajo, la
ciudad contaminada, el catarro depresivo en cada uno de ésos que están abajo,
 piensa; se imagina volando, siente el aire en sus dedos, siente frío en el pecho,
 los ojos le lloran, va demasiado fuerte, los ojos le lloran y para. Tocan la
puerta de su oficina. Es Elvira que trae reportes, estrategias, planes mensuales,
un nido de problemas que deberá resolver en dos días. Elvira le toca el rostro
y le dice que está muy pálido, he estado volando, contesta Francisco.
Ella suelta una carcajada, si claro, más vale que vueles con esto que traigo. Ella
sale sin hacer ruido, los tacones parecen ir tocando en espacio bolitas de aire.
 Le mira las nalgas, perfectas bolas que urgen salir de la falda, piden salir o
revientan, se mueven simétricamente como si tuvieran ritmo de Jazz o Blues,
 le llaman pero no experimenta otra forma más clara de deseo que una
mirada bella. Ahí están dice, una pintura rupestre de tinta fina. De vez en vez,
 Elvira lo invita a su departamento, y sino fuera porque Francisco es de
esos personajes solos y aburridos, no aceptaría, busca libertad através de
sexo casual, busca el destino y la elocuencia en lo prohibido, después
de salir de ese departamento siente mucho frío, un invierno en sus huesos,
descubre el vino en su sangre y se mete a su casa, solo. Así es como
Francisco ha conocido a Elvira, en el sexo. Elvira es recuento atrevido
de todas las mujeres que ha tenido en sus años. Así se ha metido ella en su vida,
discretamente, no conoce el amor pero sabe que su vida no persiste sin él.
 Francisco conoce muchas cosas de ella, incluso aquellas que Elvira sospecha
que Francisco desconoce. Sabe por ejemplo, que se ha hecho 12 pruebas de
embarazo en los últimos tres años, y guarda las cápsulas en una caja que ella
nombró como secreta. Cuando Elvira cierra la puerta, desconecta el cable
del teléfono, no quiere escuchar nada. Cierra con seguro la puerta y se sienta,
 da vuelta tras vuelta hasta que reclina la cabeza en el respaldo y
mira el techo. Es momento, dice. Piensa en muchas personas, Elvira fue la
primera, le vienen recuerdos de su infancia, los días de Navidad, los
días que cumplía años y sus padres le festejaban como si fuera el primero,
recuerda los juguetes, los más caros y los más inútiles. Recuerda a muchos
amigos, uno y otro que creía imperdibles y que poco a poco ha ido
remplazando. No recuerda parte de su vida de los cuatro a los nueve siente que
ha vivido dormido. Fue nombrado representante en el octavo concurso de
oratoria interestatal en la secundaria por su muy extraña manera de entablar
un discurso ante dos o tres personas que centren sus ojos en su boca.
Francisco piensa que él no tiene ni ese, ni muchos otras virtudes que le
 han incrustado; es sólo la necesidad de ser escuchado, y que ahora,
en este momento, nadie escucha. Nunca ganó nada, ni el certamen ni en el azar.
No ha ganado ni la credibilidad en él mismo. Todo el tiempo le estorba la
prudencia y la conciencia. Ayer mientras tenía sexo con Elvira, pensó en
que el orgasmo tenía un punto de partida hacía la nada hacía el absoluto
 vacío y regresaba. Después se vistió y regreso a casa. Puso la tetera y mientras
hacía ese horrible silbido leía a José Agustín, encendió el televisor y se
acostó en el sofá. Permaneció dormido hasta que el sonido estruendoso del
 metal crujiendo lo despertó, era la tetera. Francisco apagó la llama, el televisor
 y las luces de su casa para meterse debajo de las cobijas. Soñó con volar, esa
sensación que sólo se experimenta en los juegos mecánicos, el movimiento
de miles de tripas moverse por los pliegues de tu estómago. Tan raro como
excitante le parecía su sueño que deseaba estar consiente . Sintió que el sueño
duró horas, viajó por todas partes, vio lo que nunca desde allá abajo
pudo haber visto, escuchó el sonido del aire rosar en sus orejas, sintió
el cuerpo frío y la frente lisa de tanto aire. Despertó antes, exaltado pero
con un alivio en su pecho que no daba certeza de si se trataba de llanto o
alegría. Todo estaba tranquilo, Hermes yacía en la alfombra con las orejas abajo,
durmiendo profundo. Francisco se levantó de la cama y fue por un té, se
vistió y decidió salir más temprano de lo acostumbrado para ir a trabajar.
Se sentía contento. Recordaba cada parte de su sueño en momentos perfectos y
únicos. Han dado las once, Pancho sigue encerrado en su oficina, abre la ventana y
siente el aire golpearle la cara, apenas puede abrir los ojos y con esfuerzo levanta
los pies y se para justo frente a ella.

lunes, 2 de enero de 2012

Lo políticamente correcto, es tan, pero tan aburrido.


El vecino de a lado no deja de coger,
seguramente es con aquella chica de cabellos rubios y rizados que llega todas
las noches a su departamento. Es necio el tipo. Es el mismo hombre que deja su
perro amarrado en la clavija de su puerta; un dóberman, un perro enorme, más
enorme de lo que son, apenas deja espacio para pasar de ladito. Al tipo parece
no importarle la hora, entre más tarde se hace, más fuerte golpea la cama contra
la pared, la pared que decidí pintar de marrón, mi pared. Antes me importaba dormir
un poco para aguantar el horario de oficina; ya no sé si esta noche dormiré o
si habrá un poco de tiempo para leer uno que otro TUMBLR por la noche.
Imagino cómo le monta su sexo
como si fuera un caballito de feria, cómo humedece la noche en el departamento.
Ella muge como oso, esperando la siguiente embestida. Pregunto si soy el único
en este edificio que escucha lo mismo, un duelo de fulgor, de brillo. Acá de
este lado sólo hay un té a medias, unas galletas que mandó mi madre por el
nuevo año y un sinfín de hojas blancas en pila, polvo y la misma de luz de
siempre. Hay muchos cables en el suelo, serpientes sin enroscar que esperan la
suela de mi zapato para enternecer la noche, para ponerle un poco de bravura. Botellas
que presagiaron una borrachera y una despensa suficientemente estéril para vivir
seis meses más
Está bien si elijo tocar la puerta y simular
haberme equivocado de departamento, resulta que no tengo ni siquiera el ánimo
de salir de este cuarto; Ahí sigue la máquina en la que escribía, aquel teclado
que carece de “F”, “C” y los acentos que se ponen con lapiceros finos. Quizá
mañana o pasado, el año que viene o en un mes, decida desempolvarla.

jueves, 9 de junio de 2011

Vargas Llosa no importa tanto...

Es de noche, todo en ella parece una noche. El cenicero del auto se quedó atorado. Hay tickets de diez Oxxos distintos repartidos como peces fuera del agua por todo su carro, estados de cuenta que nunca enfrió y zapatos bajos en los asientos traseros. Al manejar se mira por el retrovisor y escudriña ese perfil incauto que lentamente se pierde en el rímel que baja a los párpados. Melissa compró libros de Vargas Llosa porque en Liverpool los vendían como “…el escritor que ganó el premio nobel 2010. Fascinante…”. Pensó que uno de esos libros prometía al menos una pequeña aventura. Melissa no es el tipo de mujer que compre libros; incluso a mí me detesta comprar libros, prefiero que me los regalen, o que me los presten, que al caso es lo mismo. De vez en vez me permito leer pequeños libros en las cafeterías más frikis del centro: y es que siento una infinita lástima por comprar libros. Melissa es la primera vez que tiene acercamiento con Vargas Llosa. La gruesa pasta y el titulo misterioso le hacen un hueco en el estómago cada que procura leerlo; tanto como a mí tener que escuchar que le interesa realmente.



Melissa siempre conduce con las luces encendidas y con el quemacocos abierto de regreso a casa por si se me antoja un cigarro. Me habla de cosas que no me importan, de cosas que no tienen significado; pero fingimos que nos interesa.



-Dicen que Vargas Llosa es mitómano. ¿Tú qué crees?- pregunta Melissa.



-Por eso escribe tan bonito.



-¿Me invitas un cigarro?- pregunta.



Yo sigo pensando que aborrezco saludar a mi jefe y que me deje ese olor a Hugo Boss en la mano y que detesto escuchar pláticas sobre autores y libros. Seguramente pensará que en las manos se lleva la alegría y en el olor… ¿la dicha?. El nudo de la corbata se empeña en tener una mancha de café en las mañanas y no es la noticia del día. Hoy, después de leer diez páginas más de Easyway para fumadores, saldré y me fumaré los cigarros del mundo que me quedan por fumar, porque repito: “mañana, el mañana que trasciende, es probable que no llegue”

sábado, 9 de abril de 2011

La muerte chiquita

Emiliano está ahí, sentado sobre los cojines azules de su sala, encogido sobre una tela de peltre con una bolsa de té que no alcanza a manchar el agua. Cada vez que escucha a Tom Waits en la radio sin un vaso de whisky de por medio, siente que está infringiendo una ley universal. Sobrevive a los gritos estruendosos de sus vecinos y al sonido de la moto que recorre su calle una y otra vez hasta que el señor de la pizza encuentra el número correcto. Toma del té y lo coloca en la mesilla. Decide leer un poco de Jimena Alcalá para amedrentar el sueño y descubre entre las hojas amarillas la dedicatoria que una vez se quedó atrapada por siempre con letras cursivas casi ilegibles “Para Emiliano; para que con estos cuentos recorra muchos valles”. Abandona el libro sin saber rebatir a sus recuerdos. Camina hasta el baño donde se mira en un trozo de espejo, toma el cepillo dental, lo coloca debajo del chorro de agua y se lo lleva a la boca con un poco de pasta. En ese momento desea que la corriente de luz se vaya hasta que amanezca, que el polvo que poco a poco se nota en el piso de su casa sea tan ligero que flote hasta salir por las ventanas. Se ha hecho sensible a los detalles: el foco desnudo colgando en el techo, las esquinas de las paredes sin pintar, el yeso desmoronándose en las estatuas de los jardines, la irregularidad del piso siempre húmedo en los campos, las piedritas que quedan en la suela de su zapato, los hilos de la camisas y al olor a fruta en las cocinas del centro. Al terminar escupiendo los últimos rastros de pasta dental, se siente igual de opaco que el resto de los espejos en el baño. Le viene lo mismo de hace días: solo no se anda por el mundo, recorriendo y levantando sueños, porque los sueños no son para andarlos trayendo sueltos en las maletas; habrá en el mundo una fosa de pequeños olvidos, como aquellos lugares donde los muertos guardan su poesía. Emiliano ha tenido que archivarlos hasta debajo de la lengua. Sale del baño sintiéndose afortunado porque no sabe contestar a muchas preguntas que le fueron dadas esta noche. Regresa a los cojines azules. Se mete una pastilla para el insomnio mientras se dispone a contar las moronas de galleta que Cecilia dejó en el sofá antes de marcharse. También pudo darse cuenta que el labial pasaba ligeramente por debajo de los labios de Cecilia poco antes de que ella lo insinuara y el aroma de sus manos que le dejó en el cabello y que no conocía. Esos pequeños detalles a los que Emiliano se ha sometido examinar meticulosamente le han quitado más que el sueño. ¿Acaso hay otra cosa en el mundo que recuerde con tan pocos pormenores? Al fin responde, y sin sentirse más desafortunado, mira el mensaje que llega a su teléfono y por alguna causa, percibe una coma en lugar de un punto que lentamente le vuelve a quitar el sueño.


En tus largos valles que, de mucho recorrer, no encuentro el regreso.